viernes, 30 de mayo de 2008

EL CLUB DEL FRACASO


El Club de Fracaso tiene una historia tan interesante como dudosa, y tanto le cabe este último adjetivo que es hasta dudosa de ser interesante.
Según comentó alguien en una de esas reuniones que tienden a disiparse en la memoria de los presentes, el club en sí no es más que la unión errática y desordenada de personas y personajes que “no”. En aquel momento alguien tuvo la intención de preguntar “que no qué”, pero las dos terceras partes de las inquisiciones que realizamos en cualquier conversación están de más si nos tomamos un breve respiro para pensarlas.
Igual que nos ocurre cuando alguien es muy detallado en su narración, yo tuve entonces la sensación de conocer perfectamente aquel lugar. Como si hubiera estado o como si estuviera ahí.
Es difícil hallar datos generales, aunque no específicos, del club. En algunos casos, miembros fervorosos saltan de sus filas hacia otros clubes y en otros vuelven a él luego de ser expulsados de otras logias. Lo que sí es totalmente corroborable es que el club tiene una cifra de miembros que ningún libro de actas podría llegar a asentar ya sea por su movilidad o por su cantidad.
En el recuento oscilante de los tiempos dicen que hubo, hay y habrá historias fabulosas que realmente se destacan dentro del inmaterial edificio de la sede social del club al que nadie es gustoso de pertenecer, aunque son de remarcar también aquellos que se niegan a abandonar sus filas.
Había, hay y habrá, por millones, socios que pagan la cuota a regañadientes. Un infinito número de abonados a fracasos de diferentes tamaño y calidad : pequeños, grandes, intencionales, casuales, y hasta un número indeterminados de socios que habiendo obtenido la invitación de otros clubes se niegan a reconocerse en otro lugar que no sea el del Club del Fracaso. Este último un caso casi tan común como el de los que siendo inevitablemente parte del Club fingen pertenecer a otras instituciones, y en algunos casos circulan por los pasillos con credenciales apócrifas o distintivos falsos que, al extremo, terminan en autoconvencimiento.
Nadie prestó nunca demasiada atención a las historias del club. No obstante son destacables; ningún otro club podría haber existido de no poseer éste la masa de asociados más grande la historia de la humanidad.
Recuerdo una de sus salas. Generalmente y a pesar de su arquitectura compleja y soberbia en tamaño, los que por allí frecuentan suelen dar vueltas en no más de dos o tres salones. El estilo victoriano que los arquitectos y artistas le han dado es poco cierto ya que siempre se esta construyendo, redecorando, reparando y variando las formas desde el mismo fracaso de los que intentan darle una y no alcanzan a completarla ya sea por fallas en los cálculos de material, distracciones en la proyección, torpeza en la factura o accidentes mínimos interpuestos entre los bocetos y la realización.
No deseo detenerme en el aspecto de la instalaciones ya que de hecho todos, alguna vez al menos, hemos formado parte del Club.
Al entrar por sus enormes puertas la sensación de soledad se percibe de inmediato. La conciencia de que allí habita la mayoría no se condice con el espíritu del recién llegado o del que ha tratado de salir y se vio apenas saliendo de una habitación para entrar en otra. La oscuridad y la decoración lo asemejan a un castillo repleto de falsas paredes, puertas bloqueadas, pasillos laberínticos y escaleras que giran para terminar donde empiezan.
En uno de los salones, quizás el más visitado por los más animosos, se encuentra una larga galería de socios que, en algunos casos, ayudan al visitante a suavizar su sensación de desesperanza con una inútil percepción de identificación representativa del Club.
Allí, vagando en soledad entre la más inmensa multitud, se escuchan las historias más desgarradoras y también las más absurdas, sin con esto decir que no las exista combinadas. Un clásico dentro de los indescifrables murmullos es la cita de algún mínimo detalle que hizo la diferencia entre pertenecer a este club o estar disfrutando de algún otro.
Todo esta por aquí, todo alrededor de uno, y por más que las historias son tan interesantes como las que más, nadie presta mayor atención a ellas si no una vez que el egresado, ya perteneciente a otro club, las utiliza como serie de anécdotas que sirven para aumentar la admiración de los nuevos compañeros del Club de la Victoria, Club de la Fama, Unión del Éxito, etc. Algo así como “antes de llegar aquí pertenecí diez años al Club del Fracaso”.
Recuerdo por ejemplo a Edison enumerar las veces que había estado dando vueltas por los pasillos del club, pero claro, todo esto una vez que ya no lo frecuentaba. Y aun más impresionantes eran los casos post morten, ya que mucha gente ignora que Van Gogh murió en las instalaciones del club y su cadáver fue requerido por otros clubes tiempo después de muerto como ocurrió con los casos: Melville, Kafka, Trosky, Marilyn Monroe, y una lista escalofriante de nombres cuya permanente inquietud (inclusive dentro del club) les valieron el traslado aunque ellos jamás se enteraron.
Así y por montones, la ciencia, el deporte, el arte, la política y demás actividades perpetúan incoherencias temporales que, reacomodadas, unos llaman justicia y otros azar.
La imposibilidad de llevar un registro hace que sea una tarea humanamente inviable : casos como el del hombre que no pudo asesinar a su esposa por esta fugarse con su amante dos minutos antes, el del músico que perdió su mano derecha luego de componer el primer rock and roll que nadie llegó a escuchar o el del general revolucionario que no contó con aquel espía, se mezclaban en una maraña de subjetividad.
El caótico club puede jactarse de haber visto a Jesucristo y a Hitler, a Charles Manson y a Gandhi, al chico aquel que sentía como su amor no era correspondido y la señora que acaba de ver el número de su cartón de lotería volver a formar parte de la mayoría cuasi absoluta.
Reprobados, derrotados, ignorados y desafortunados bailan la cadencia del ritmo machacante y antimusical de las intenciones que mueren en si mismas.
Nadie nota que en los pasillos vagan los destinos disconformes y los espíritus conformistas. Nadie nota que allí va un personaje que Shakespeare había imaginado para una obra y luego descartó, nadie pone la vista en aquel que acaba de llegar tarde a la audiencia para una puesta en Boadway.
Viera alguien el desanimado té que reúne a aquel ladrón sorprendido por la policía, a la adolescente engañada por Cupido, al futbolista quebrado antes de llegar a ídolo, a la escritora abandonada por las musas y al señor derrotado en las urnas de las elecciones de su pueblo.
De todos los salones del Club del Fracaso el más terrorífico quizás sea este. El salón de los espejos. Uno de los más frecuentados. A pesar de su nombre, estos reflejos son tan engañosos como aquellos que había en los viejos parques de diversiones. No somos quienes nos ponemos frente a ellos los que nos reflejamos. En este salón los fracasos propios se transforman combinándose para dar reflejos comunes que a la vez son menos dolorosos. Allí se observa el fanático del equipo que acaba de perder la final del campeonato, allí ve su rostro el soldado que recibe la orden de retirada y el televidente que acaba de ver salir de pantalla para siempre su programa favorito.
Muchas veces he oído preguntas flotando en el ambiente; preguntas del tipo ¿por qué a mi? ¿Qué hubiera pasado si elegía otra opción?, las respuestas nunca llegan a escucharse concretamente. Lo cierto es que él club genera el rumor de algo en movimiento constante ya que está permanentemente recibiendo y despidiendo socios por millones y a velocidades sorprendentes.
No recuerdo si estuve en aquella reunión donde alguien lo nombró, pero si sé que estuve en el club. Ahora no sé bien que me habrá llevado a pensar en aquellos tiempos, quizás conozco de memoria sus pisos y deseaba reconocerme como parte de algo. Lo cierto es que mi paso por él no es en vano aunque sea permanente. Aprendí que como todo Club tiene sus reglas y se también algunos de los pecados que no debería cometer.
Se que la desesperación, a pesar de ser la recepcionista, no es buena consejera a la hora de transitar sus pasillos. Se que nunca debería olvidarme que aún estando lejos siempre se puede volver. Se que las puertas siempre están abiertas para todo el mundo y también aprendí que no debo creer jamás en la certera frase de oxidadas letras que da la bienvenida en su entrada principal : “Aquí esta tu destino porque tu destino no podría ser otro”.

por José M. Pascual

lunes, 31 de marzo de 2008

LUZ EN LA OSCURIDAD




Los pasajeros del ómnibus, la observaron compasivamente cuando la atractiva joven del bastón blanco subió con cuidado los escalones. Le pagó al conductor y, usando las manos para percibir la ubicación de los asientos, caminó por el pasillo y encontró el asiento que, según él le había dicho, estaba vacío. Luego se acomodó, colocó su maletín sobre las rodillas y apoyó el bastón contra su pierna. Hacía un año que Susan, de treinta y cuatro años, se había quedado ciega. Debido a un diagnóstico equivocado, había perdido la vista, y de repente se había sentido arrojada a un mundo de oscuridad, rabia, frustración y autoconmiseración. Dado que antes había sido una mujer orgullosamente independiente, ahora Susan se sentía condenada, por esta terrible vuelta del destino, a ser una carga impotente y desvalida para todos los que la rodeaban. "¿Cómo pudo pasarme esto?", se quejaba, con el corazón lleno de cólera. Pero a pesar de cuanto llorase o despotricase, ella sabía cuál era la dolorosa verdad: Nunca más volvería a ver. Una nube de depresión se cernía sobre el espíritu de Susan, antes tan optimista. El solo hecho de vivir cada día era un ejercicio de frustración y cansancio. Y sólo podía aferrarse a su esposo, Mark. Mark era un oficial de la Fuerza Aérea, y amaba a Susan con todo su corazón. Al perder ella la vista, notó cómo se hundía en la desesperación y decidió ayudarla a reunir las fuerzas y la confianza necesarias para volver a ser independiente. La experiencia militar de Mark, lo había entrenado muy bien para manejar situaciones delicadas, pero él sabía que aquella era la batalla más difícil que iba a enfrentar. Finalmente, Susan se sintió preparada para volver a su trabajo, ¿pero como llegaría hasta allí? Acostumbrada a tomar el ómnibus, pero ahora estaba demasiado asustada como para ir por la ciudad por sí sola. Mark se ofreció a llevarla en el auto todos los días, aún cuando trabajaban en extremos opuestos de la ciudad. Al principio, esto reconfortó a Susan y cubrió la necesidad de Mark de proteger a su esposa ciega, que se sentía tan insegura para realizar la acción más insignificante. Sin embargo, Markpronto se dio cuenta de que ese arreglo no funcionaba... Era problemático y costoso. "Susan tendrá que empezar a tomar el ómnibus de nuevo", admitió ante sí mismo. Pero sólo pensar en mencionárselo lo hacía estremecer. Ella todavía estaba tan frágil, tan llena de rabia. ¿Cómo reaccionaría? Tal cómo Mark había previsto, Susan se horrorizó ante la idea de volver a tomar el ómnibus. -¡Estoy ciega!- explicó con amargura -. ¿Cómo se supone que voy a saber adónde me dirijo? Siento que me estás abandonando. A Mark se le rompió el corazón al oír esas palabras, pero él sabía lo que debía hacerse. Le prometió a Susan que, por la mañana y por la noche la acompañaría en el ómnibus todo el tiempo que fuera necesario hasta que ella se sintiera segura.Y eso fue exactamente lo que ocurrió. Durante dos semanas enteras, Mark con uniforme militar y todo, acompañó a Susan en el viaje de ida y vuelta al trabajo. Le enseñó cómo apoyarse en sus otros sentidos, en especial el oído, para determinar dónde se encontraba y cómo adaptarse a su nuevo entorno.La ayudó a trabar amistad con los conductores, quienes se ocuparían de ella y le guardarían un asiento. La hizo reír, incluso en aquellos días no tan buenos en que tropezaba al bajar del ómnibus, o tiraba su maletín lleno de papeles en el pasillo.
Todas las mañanas hacían el recorrido juntos y Mark tomaba un taxi para volver a su oficina.
Aunque esta rutina resultaba mas cara y cansadora que la anterior, Mark sabía que sólo era cuestión de esperar un tiempo más antes que Susan estuviera capacitada para viajar en ómnibus por su cuenta.Creía en ella, en la Susan que él había conocido antes de que perdiera la vista, la que no le temía a ningún desafío y jamás se rendía. Por fin, Susan decidió que estaba lista para hacer el intento de viajar sola. Llegó la mañana del lunes y, antes de irse, ella abrazó a Mark, quien era su compañero de viajes en ómnibus, su esposo, y su mejor amigo. Tenía los ojos llenos de lágrimas de gratitud por su lealtad, su paciencia, su amor. Se despidieron y, por primera vez, cada uno tomó un camino distinto.Lunes, martes, miércoles, jueves... todos los días le fue muy bien, y Susan jamás se sintió mejor. ¡Lo estaba haciendo! Estaba yendo a trabajar por su cuenta. El viernes por la mañana, Susan tomó el ómnibus como de costumbre. Al pagar el boleto, el conductor le dijo: - Caramba, de veras la envidio. Susan, no supo si le estaba hablando a ella o no.Después de todo, ¿quien iba a envidiar a una ciega que había encontrado el coraje de vivir durante el año anterior? Intrigada preguntó al conductor:
- ¿Por qué dice que me envidia? - El conductor respondió: - ¿Sabe? Todas las mañanas durante la semana pasada, un caballero de muy buen aspecto, con uniforme militar, ha estado parado en la esquina de enfrente, observándola mientras usted baja del ómnibus. Se asegura que cruce bien la calle y la vigila hasta que entra en su edificio de oficinas. Luego le tira un beso, le hace un pequeño gesto de saludo y se va. Usted es una mujer afortunada. Lágrimas de felicidad rodaron por las mejillas de Susan. Porque aunque ella no podía verlo físicamente siempre había sentido la presencia de Mark. Era afortunada, muy afortunada, pues él le había hecho un regalo más poderoso que la vista, un regalo que ella no necesitaba ver para creer en su existencia... El regalo del amor que puede llevar la luz donde ha habido oscuridad

Sharon Wadja

viernes, 28 de marzo de 2008

KURO

No sé porque mi vecino , siempre se enoja . Si porque pasa alguien caminando , o si porque hay un extraño en el rumbo o por cualquier motivo , pero se nota que no esta tranquilo Y eso me pone tenso , en las noches no puedo dormir , me dá insomnio de solo escucharle.

Voy corriendo a la puerta con sigilo, tratando de que nadie se despierte y le hablo para consolarlo y no me escucha , creo que por su edad se esta quedando sordo o no me quiere oir.

Eso me preocupa porque le estimo y le he visto su cara a través de un hoyo que tiene mi puerta , es una cara de fastidio por estar siempre en ese lugar , solo , aislado del amor de otras personas , su casa , su casa es vieja y pequeña y está en un primer piso y tiene vista a la calle y por supuesto esta frente a la mía, la altura le impide bajar ya que no hay escaleras y el por su condición , no puede hacerlo porque significaría un peligro.

En el día duerme y yo aprovecho para hacer lo mismo aunque estoy pendiente de cualquier ruido como si durmiera y no durmiera , yo creo que con los sentidos despiertos y el cuerpo dormido . ¿ saben es mi amigo? Porque el está solo como yo , la diferencia es la edad y creo que también el tamaño
Los vecinos saben de esta situación y nada hacen por remediarla , claro , cada quien anda en lo suyo unos suben a las azoteas en las noches y otros andan de vagos en la calle y a todas horas y poco les interesa la situación de mi amigo.
Y yo me pregunto ¿ que no lo hará para fastidiarme?¿ O acaso no pensara un poco que soy un adolescente? y que lo que menos me importaría es ocuparme de un viejo . Creo que algo hay de eso porque le he visto sonreír sarcásticamente cuando cuando en las mañanas me asomo para ver si esta bién y el de inmediato se va a dormir , como si nada hubiera sucedido . Pero se va a llevar una sorpresa hoy en la noche ya que tengo un plan . Mandaré tapar ese hoyo que es el culpable de todo y no le veré más les diré que lo tapen en el día así no se dará cuenta y después cuando empieze a anochecer sacaré mis juguetes , mis botellas , brincaré de nuevo en los sillones , romperé alguna cosa para olvidarme de él, me cansare y después pondre unos algodones en mis orejas y me iré a la cama , dormiré hasta el otro dia y el tendrá que aprender que conmigo su pequeño amigo no se juega. Pero…. le extrañare.



Kuro ( perrito de 6 meses)
Ezrá J. Maldonado

jueves, 27 de marzo de 2008

EL ANGEL DE LA CASA




Era el camino obligado de todas las tardes. En el invierno esas caminatas por el barrio desde la avenida Cabildo hasta su casa eran oscuras además de frías. El sol caía temprano y las altas magnolias, camelias y palmeras de la casa, oscurecían el lugar y lo alargaban sobre las veredas.
Quizás por ello amaba el verano, porque a pesar de la hora podía admirar el frente, aún hermoso del primer piso de la casa vieja.
Más arriba un solitario mirador de techo de pizarra. El ángel parecía colgado de él.
Según los datos que se conocían en el barrio la construcción de la casa de Delcasse era del año 1883. El frente sobre la calle Cuba tenía el número 1919. Los fondos, siguiendo por Sucre, llegaban hasta Arcos donde un cedro gigantesco extendía sus ramas sobre un antiguo portón de hierro tan simple y oxidado que pasaba inadvertido.
Se decía -relatos de viejos- que en esos fondos, en ese jardín de atrás donde el propietario había levantado un pabellón que funcionaba como sala de armas, habían sucedido los últimos duelos en Buenos Aires.
El portón herrumbrado y seguramente imposible de abrir permitiría en aquellos años la entrada de los contendientes, sus padrinos y alguno que otro testigo. Seguramente la salida era más furtiva y manchada de sangre...
Nada indicaba ahora que la casa estuviese habitada. La puerta alta de madera permanecía siempre cerrada así como las pocas celosías que se podían ver, todas del primer piso. El muro y el portón no dejaban ver el jardín y las ventanas de abajo.
Ese macizo portón de madera cruda, oscura y ya bastante viejo poseía una pequeña puerta como para permitir la entrada y salida de las personas. En su mejor época se debía haber necesitado su total apertura para dejar paso a los carruajes.
Laura aminoraba el ritmo de su paso cuando cruzaba y empezaba a recorrer las veredas rotas de la casa. De la amplia manzana la finca ocupaba la mitad. Abarcaba Sucre de esquina a esquina.
Caminaba despacio mientras miraba al ángel del frente, admiraba su expresión serena y observaba sus manos sosteniendo o tocando la lira. La figura femenina y alada, a pesar de su quietud, parecía dispuesta a volar en cualquier momento; pasaba la vista por cada una de las celosías cerradas y aspiraba profundamente el perfume a jazmín y madreselva de las enredaderas del muro que trepando y avanzando llegaban hasta la esquina de Arcos. En esa esquina se detenía, se apoyaba suavemente en el muro gris verdoso de la ochava y esperaba unos minutos.
La gata blanca llegaba del lado norte, como si viniese desde la Avda. Juramento. No actuaba como un gato común y receloso. Avanzaba por el medio de la vereda, con paso lento y majestuoso y la esponjosa cola levantada.
Frente al mohoso portón de atrás, aquel de las salidas furtivas, se detenía y tomaba asiento.
La gata esperaba, Laura esperaba.
Al principio no sintió nunca ruido alguno, con el pasar de los meses su oído se acostumbró y llegó a escuchar la apertura de una puerta. Después un crujido.
Ese sonido era la señal para la gata y para Laura, el animal se levantaba y atravesando los barrotes se hundía en la espesura del jardín del fondo. Laura se adelantaba hasta unos pocos centímetros de la reja y asomaba la cabeza. Seguía con la vista la inconfundible mancha blanca hasta que desaparecía detrás de los arbustos. Veía la cola blanca llegar hasta la casa y sentía el cierre quejumbroso de alguna puerta. Volvía a darse unos minutos de espera, luego levantaba la vista para ver en medio de la oscuridad de la casa una luz parpadeante detrás de las ventanas del cuarto de la esquina. Siempre era el mismo, el único que se iluminaba.
Siempre la misma ventana de la casa con más de veinte habitaciones. Todas las demás permanecían oscuras y silenciosas.
Esperaba unos minutos más hasta que escuchaba la música y entonces seguía su camino. Rutina de muchos años. Muchos domingos. Llovizna, calor o frío, vacaciones o feriados, la gata llegaba siempre a su hora y entraba a la señal. Después la luz y la música.
Más veranos.
Laura paseó muchas veces el cochecito de sus hijos y volvió a la esquina a esperar la llegada de la gata blanca. A aguardar la luz y la música.
Algunas veces el suceso quiso tomar en su cabeza forma de realidad y ser algo explicable: quizás una dinastía de gatas blancas se sucedían en el ingreso a la casa del ángel. Un suceso común y lógico. Nunca un extraño ritual.
Por 1980, o tal vez un par de años antes, la fecha escapa ahora de su memoria, salió en unas revistas y se comentó en el barrio que la casa del ángel se vendía e iba a ser demolida.
Alguna sociedad vecinal trató de defender la casona, se buscó algún suceso histórico que la salvase, incluso se hablo de comprarla. Nunca se encontró el suceso, nunca se juntó el dinero y solo se logró detener la obra algunos meses. En el alto muro unos carteles inmensos mostraban como quedaría la construcción terminada: una elegante, corta y funcional galería, varios subsuelos de cocheras hacia abajo, tres torres de departamentos como de veinte amplios pisos cada una y en la entrada de la esquina de Cuba y Sucre, el ángel, salvado de la demolición y del remate, pasaría a integrar el decorado del nuevo y moderno edificio. La casa del ángel se convertía en La galería del ángel y el barrio se tranquilizó.
Pasaron los años de la construcción. Terminada la obra se pudo volver a admirar al ángel remozado, con su lira entre las manos. Una fuente fue colocada en la salida de la galería, casi en el sitio donde en otros tiempos estaba el portón de rejas oxidadas y la sombra del olmo.
Ya Laura no pasaba por allí. Ya no volvía por Sucre hacia su casa y la galería, metida dentro del barrio, pequeña, hermosa, pero demasiado exclusiva, no era un lugar al que se pensara ir diariamente.
Si alguna vez pasaba por allí, incluso si iba para ese lado se empeñaba en encontrar la calle, las esquinas, se esforzaba por volver a recorrerlas, caminar por las veredas de Sucre evocando con nostalgia la vieja casona. Se detenía para mirar al ángel que, como antaño, parecía a punto de salir volando.
Alguna vez se sentó a tomar un café en las pequeñas y blancas mesitas que las confiterías desparramaban por las veredas ahora amplias e iluminadas. Tomaba, entre recuerdos, un café, caliente, caro y bien servido.
La casa de perfumes estaba en una de las salidas, daba a la fuente de agua de la esquina de atrás.
Ese día, aburrida, se quedó mirando los frascos, coloridos, pequeños y sin precio.
Más allá un local de las tantas cadenas de supermercados que hay en Belgrano le recordó que necesitaba algunas cosas para su casa. ¿Pero cuáles?. Los años no habían pasado en vano, los años y los sucesos le habían quitado la memoria. Sabía que no era la memoria en sí, sino que le sucedían olvidos. Sí, se distraía y, quizá, prefería olvidar algunas cosas.
-Leche, leche y ¿qué más?.
Miraba sin ver hacia la vereda de la calle Arcos cuando la vio aparecer, blanca como siempre, por el medio de la vereda, a paso lento, majestuoso y sin miedo. Siempre con la cola esponjosa y levantada.
Sintió un escalofrío que comenzó en la nuca y le recorrió toda la espalda. Se quedó clavada en el lugar con los ojos fijos en el animal blanco que se acercaba decidido hacia donde ella estaba. Se detuvo casi a sus pies y tomó asiento. La miró fijamente.
Como en otros ayeres, las dos esperaron.
El sonido de la puerta al abrirse fue claro. La gata se incorporó y Laura giró levemente la cabeza y miró hacia donde ahora miraba la gata.
Esfumado en medio de la perfumería se abría el jardín del fondo tan lleno de malezas como lo recordaba y bien atrás, casi en el corazón de la primera torre, una puerta.
Una joven, casi una niña, se tomaba del picaporte, llevaba un vestido azul pasado de moda.
Laura recién parpadeó cuando la gata la rozó con su cola al pasar a su lado para internarse entre las difusas malezas. En su mente la idea le daba vueltas:
-Estás soñando. –se dijo.
-Seguro, todo es un sueño.
También pensó que estaba peor que nunca, jamás le había pasado soñar despierta por lo que, un tanto malhumorada, apartó la vista de la imagen imprecisa y se dirigió hacia el banco de piedra que rodeaba la fuente. Se sentó.
Fue muy leve el roce de la mano. Cuando levantó los ojos la joven con la gata en brazos estaba a su lado. Le sonreía suavemente. Depositó en su regazo el balnco animal.
Laura pasó los dedos sobre el pelaje suave y largo mientras miraba a la niña. Era muy joven. Levemente se sentó a su lado, parecía estar y no estar sentada, volvió a sonreírle.
-Ahora que viniste te la puedo dejar...–. Hizo una pausa.
-¿Dejar? –la pregunta de Laura salió con voz quebrada.
-Sí, debo irme. –dijo mientras doblaba la cabeza y miraba.
Observó la galería, levantó la vista para mirar los pisos altos, detuvo su atención en las veredas pobladas de mesitas. Otra vez se dirigió a Laura:
--Quédate con Carlota, por favor. Tengo que irme. Y debo hacerlo sola.
-Claro. –realmente no sabía porqué respondía.
- Te dejo a mi amiguita. No puede venir conmigo.
Antes que Laura pudiese preguntar sintió el beso suave en la mejilla. Cuando reaccionó estaba sola, la gata acurrucada sobre sus piernas.
Miró atentamente cada lugar, cada rincón. Recogió la gata y caminó por los alrededores. Lo hizo demasiado tiempo, pero inútilmente.
La gata se dormía, con ella en los brazos se volvió a su casa. Carlota se instaló como si siempre hubiese formado parte de la familia. Si le preguntaban el origen solo atinaba a decir: -Es de la casa del ángel.
Los días pasaron, Laura siguió escribiendo. Carlota durmiendo esperaba que terminase la tarea de ese día para realizar el ritual de mimos y ronroneos.
Una noche como tantas pasó una amiga por su casa.
-¡Qué tal!, ¿Cómo están tus cosas?, ¡Qué horrible tiempo!, ¡Seguro que mañana llueve!, ¡Qué caro está todo!, y también, como era habitual:
-¡Qué linda gata!. ¿De dónde salió?
-De la casa del ángel. –repitió como otras veces.
-¿En serio?. Ahora es sin ángel... ¿Sabías?.
-No,... no sé, ¿Qué pasó? –Laura prestó atención.
-Parece que el ángel se “voló”, -contó Leticia.
-¿Se voló?
-Bueno, es un decir..., parece que lo robaron. Una mañana ya no estaba. Ahora están terminando una réplica para rellenar el sitio en la entrada de la galería.-
Después todo continuó con: -¡Qué caro está todo! (otra vez), ¡Viste la película tal!,¡Seguro que mañana llueve!(otra vez)-¡Pero viste cómo aumentaron los precios! -¿Y de dónde me dijiste que era la gata?
Laura oía sin escuchar. Conocía a Leticia y que después de algunos cuántos “qué caro está todo”, su amiga se iría a su casa y la noche sería toda suya para escribir. Sabía ahora que Carlota no era ya la gata de la casa del ángel. Sabía que ya era suya, como la noche. Y sabía que el nuevo cuento iba a empezar algo así como:
“Era el camino obligado todas las tardes. En el invierno esas caminatas por el barrio desde la avenida Cabildo hasta su casa eran oscuras además de frías...”

miércoles, 26 de marzo de 2008

ELENA PONIATOWSKA





1933Periodista y narradora, nacida en París, Francia, el 19 de mayo de 1933. Radica en México desde 1942. Fue becaria del Centro Mexicano de Escritores, de 1957 a 1958; ingresó al Sistema Nacional de Creadores Artísticos, como creador emérito, en 1994. Nació en París, hija de una mexicana, Paula Amor, y un noble polaco, Jean Poniatowska.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial hizo que su madre tomara una decisión que cambió sus vidas. Madre e hija partieron para México mientas su padre luchaba con el Ejército francés y participaba en el desembarco de Normandía. La guerra los separó durante cinco años. Fue francesa hasta que casó y se nacionalizó mexicana.

Su carrera se inició en el ejercicio del periodismo y ha publicado una obra muy amplia que incluye varios géneros.
Entre sus textos destacan: las novelas Hasta no verte Jesús mío (1969), Querido Diego, te abraza Quiela, (1978), La flor de Lis (1988), Tinísima (1992) y La piel del cielo (2001); los ensayos: Todo empezó el domingo (1963), La noche de Tlaltelolco (1971), Gaby Brimmer (testimonio,1979), Fuerte es el silencio (1980), El último guajolote (1982), ¡Ay vida, no me mereces!, (1985), Nada, nadie. Las voces del temblor (1988), Juchitán de las mujeres (testimonio, 1989); las colecciones de cuentos: Lilus Kikus (1954), De noche vienes (1979), Métase mi prieta entre el durmiente y el silbatazo (1982) y los libros de entrevistas: Palabras cruzadas, Era, (1961), Domingo 7 (1982), Todo México (1990 ) y Todo México, vol. II (1994).
Ha recibido múltiples premios entre los que pueden citarse: Premio Mazatlán, 1970, por Hasta no verte Jesús mío, Premio Xavier Villaurrutia, 1970 (rechazado), por La noche de Tlatelolco. Premio Nacional de Periodismo (fue la primer mujer que recibió esta distinción) por sus entrevistas, (1978), Premio Manuel Buendía (otorgado por varias universidades de México), por méritos relevantes como escritora y periodista (1987), Premio Mazatlán de Literatura, (1992), por Tinísima y, el más reciente, Premio Alfaguara de Novela 2001, por La piel del cielo.

martes, 18 de marzo de 2008


Bertolt Brecht

Escritor alemán, nacido en Augsburg el 10 de febrero de 1898 y muerto en Berlín oriental en 1956. Su verdadero nombre era Eugen Berthold Friedrich Brecht.
Además de ser uno de los dramaturgos más destacados e innovadores del siglo XX, cuyas obras buscan siempre la reflexión del espectador, trató también de fomentar el activismo político con las letras de sus lieder, a los que Kurt Weill puso la música.
Comenzó en Múnich sus estudios de Literatura y Filosofía en 1917, a los que añadiría posteriormente los de Medicina. Durante la I Primera Guerra Mundial comenzó a escribir y publicar sus obras. Desde 1920 frecuentó el mundo artístico de Múnich y trabajó como dramaturgo y director de escena. En este entorno conoció a F. Wedekind, K. Valentin y L. Feuchtwanger, con quienes mantuvo siempre un estrecho contacto. En 1924 se trasladó a Berlín, donde trabajó como dramaturgo a las órdenes de Max Reinhardt en el Deutsches Theater; posteriormente colaboró también en obras de carácter colectivo junto con Elisabeth Hauptmann, Erwin Piscator, Kurt Weill, Hans Eisler y Slatan Dudow, y trabó relaciones con el pintor Georg Grosz.
En 1926 comenzó su dedicación intensiva al marxismo y estableció un estrecho contacto con Karl Korsch y Walter Benjamin. Su Dreigroschenoper (Opera de cuatro cuartos, 1928) obtuvo en 1928 el mayor éxito conocido en la República de Weimar. En ese año 1928 se casó con la actriz Helene Weigel.
Será en 1930 cuando comience a tener más que contactos con el Partido Comunista Alemán. El 28 de febrero de 1933, un día después de la quema del Parlamento alemán, Brecht comenzó su camino hacia el exilio en Svendborg (Dinamarca). Tras una breve temporada en Austria, Suiza y Francia, marchó a Dinamarca, donde se estableció con su mujer y dos colaboradoras, Margarethe Steffin y Ruth Berlau. En 1935 viajó a Moscú, Nueva York y París, donde intervino en el Congreso de Escritores Antifascistas, suscitando una fuerte polémica.
En 1939, temiendo la ocupación alemana, se marchó a Suecia; en 1940, a Finlandia, país del que tuvo que escapar ante la llegada de los nazis; y en 1941, a través de la Unión Soviética (vía Vladivostok), a Santa Monica, en los Estados Unidos, donde permaneció aislado seis años, viviendo de guiones para Hollywood. En 1947 se llevó a la pantalla GalileoGalilei, con muy poco éxito. A raíz del estreno de esta película, el Comité de Actividades Antinorteamericanas le consideró elemento sospechoso y tuvo que marchar a Berlín Este (1948), donde organizó primero el Deutsches Theater y, posteriormente, el Theater am Schiffbauerdamm. Antes había pasado por Suiza, donde colaboró con M. Frisch y G. Weisenborn.
En Berlín, junto con su esposa Helene Weigel, fundó en 1949 el conocido Berliner Ensemble, y se dedicó exclusivamente al teatro. Aunque siempre observó con escepticismo y duras críticas el proceso de restauración política de la República Federal, tuvo también serios conflictos con la cúpula política de la República Democrática.

viernes, 14 de marzo de 2008


Carta a un padre

(extracto Franz Kafka)


Querido padre :


Una vez, hace poco, me preguntaste por qué decía que te temía. Como de costumbre, no supe que contestarte, en parte precisamente por el miedo que me das y en parte porque son demasiados los detalles que fundamentan ese miedo, muchos más de los que podría ordenar a medias, mientras hablo. Y aún ahora el intento de contestarte por escrito resultará muy incompleto, ya que también al escribir me inhiben el miedo y sus consecuencias y porque el tema, por su magnitud, excede en mucho tanto mi memoria como mi entendimiento.
Para ti, el caso fue siempre muy simple, por lo menos así nos pareció a mí y a tantos otros a los que hablaste al respecto, sin que hicieras ninguna distinción. Las cosas te parecían más o menos así: a lo largo de tu vida has trabajado duramente, sacrificándolo todo por tus hijos y sobre todo por mí. En consecuencia, yo he vivido pródigamente, he tenido la libertad de estudiar lo que quisiera, no he tenido que preocuparme por mi sustento ni por otros problemas serios, a cambio de eso no me pedías que te agradeciera nada, ya que conoces la gratitud filial, pero esperabas algún acercamiento, alguna señal de simpatía. En vez de eso siempre te he rehuido, encerrándome en mi cuarto, con libros, con amigos alocados e ideas exageradas. Jamás conversé contigo con confianza, no me acerqué a ti en la iglesia, ni te fui a ver a Franzensbad, además tampoco supe lo que significa preocuparse por la familia, jamás me interesé por tu negocio ni por tus demás asuntos, te endosé la fábrica y luego la abandoné, apoyé a Ottla en su necesidad y, mientras por ti no soy capaz de mover un solo dedo (ni siquiera darte una entrada para el teatro), lo haría todo por mis amigos….....

miércoles, 20 de febrero de 2008

El coronel no tiene quien le escriba
Gabriel garcía marquez

(Fragmento)

El coronel... volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo.

Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela. Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa.

No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.

Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera.

En la puerta se dirigió a los niños.

-Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.

Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.

-Se lo llevaron a la fuerza -gritó-. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.

El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer.

-Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo.

Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer. Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.

-Hicieron bien -dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura-: El gallo no se vende.

Ella lo siguío hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en lo bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero.

-Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto se le paga cuando venga la pensión.

-Y si no viene... -preguntó la mujer.

-Vendrá.

-Pero si no viene...

-Pues entonces no se le paga.

Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.

-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.

-No los reciben -dijo ella.

Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.

-Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.

-Tienen que entender.

-Y si no entienden...

-Pues entonces que no entiendan.

Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi en seguida -tres horas después- el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria.

-Estás despierto.

-Sí.

-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.

-No viene hasta el lunes.

-Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.

-No hay nada que recapacitar -dijo el coronel.

El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.

-Estás desvelado -dijo la mujer.

-Sí.

Ella pensó un momento.

-No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos.

-Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel.

-Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.

-Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.

Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido.

-Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.

-Llegará.

-Y si no llega...

Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar.

Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.

-Es hora del almuerzo -dijo.

-No hay almuerzo -dijo la mujer.

Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.

En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.

Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.

-Eres un desconsiderado -dijo.

El coronel no habló.

-Eres caprichoso, terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero en seguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.

-Es distinto -dijo el coronel.

-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía.

El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.

-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo en seguida -dijo-. Pero si no, no.

Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.

Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

-No quiero morirme en tinieblas -dijo.

El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo. pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.

-Es la misma historia de siempre -comeñzó ella un momento después-. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años.

El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable.

-Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.

-El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.

-También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo.

-No estoy solo -dijo el coronel.

Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada.

Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida. La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.

-Vamos a hacer una cosa -la interrumpió el coronel.

-Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.

-También se puede vender el reloj.

-No lo compran.

-Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.

-No te los da.

-Entonces se vende el cuadro.

Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.

-No lo compran -dijo.

-Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.

Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una substancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro.

-Contéstame.

El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.

-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.

-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.

-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.

-Es un gallo que no puede perder.

-Pero suponte que pierda.

-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.

La mujer se desesperó.

-Y mientras tanto qué comemos -preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía-. Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

-Mierda.


Gabriel García Márquez

(Aracataca, Colombia, 1928) Novelista colombiano. Afincado desde muy joven en la capital de Colombia, Gabriel García Márquez estudió derecho y periodismo en la universidad Nacional e inició sus primeras colaboraciones periodísticas en el diario El Espectador.

A los veintisiete años publicó su primera novela, La hojarasca, en la que ya apuntaba los rasgos más característicos de su obra de ficción, llena de desbordante fantasía. A partir de esta primera obra, su narrativa entroncó con la tradición literaria hispanoamericana, al tiempo que hallaba en algunos creadores estadounidenses, sobre todo en William Faulkner, nuevas fórmulas expresivas.

Comprometido con los movimientos de izquierda, Gabriel García Márquez siguió de cerca la insurrección guerrillera cubana hasta su triunfo en 1959. Amigo de Fidel Castro, participó por entonces en la fundación de Prensa Latina, la agencia de noticias de Cuba. Tras la publicación de dos nuevos libros de ficción, en 1965 fue galardonado en su país con el Premio Nacional.

Sólo dos años después, y al cabo de no pocas vicisitudes con diversos editores, García Márquez logró que una editorial argentina le publicase la que constituye su obra maestra y una de las novelas más importantes de la literatura universal del siglo XX, Cien años de soledad.

La obra, en la que trabajó más de veinte años, recrea a través de la saga familiar de los Buendía la peripecia histórica de Macondo, pueblo imaginario que es el trasunto de su propio pueblo natal y al tiempo, de su país y su continente. De perfecta estructura circular, el relato alza un mundo propio, recreación mítica del mundo real de Latinoamérica que ha venido en llamarse «realismo mágico», por el encuentro constante de elementos realistas con apariciones y circunstancias fantasiosas. Esta fórmula narrativa entronca con la tradición literaria latinoamericana, iniciada con las crónicas de los conquistadores, plagadas también de leyendas y elementos sobrenaturales originados por el profundo choque entre el mundo conocido y la cultura de los españoles que emigraban y la exuberante y extraña presencia del continente latinoamericano.



Tras una temporada en París, en 1969 se instaló en Barcelona, donde entabló amistad con intelectuales españoles, como Carlos Barral, y sudamericanos, como Vargas Llosa. Su estancia allí fue decisiva para la concreción de lo que se conoció como boom de la literatura hispanoamericana, del que fue uno de sus mayores representantes.

En 1972 Gabriel García Márquez obtuvo el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, y pocos años más tarde regresó a América Latina, para residir alternativamente en Cartagena de Indias y Ciudad de México, debido sobre todo a la inestabilidad política de su país.